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Algo de perspectiva

El gran mundo civilizado occidental moderno no debe ser dado como un hecho permanente. La historia demuestra que, como toda gran civilización, esta es sólo un paréntesis protegido por las débiles murallas de economías riquísimas pero altamente desiguales y aparatos gubernamentales altamente complejos pero corrompidos, así que caerá.

Cuando las comodidades y seguridades a las cuales nos hemos acostumbrado se vengan abajo (porque es seguro que lo harán: por un terremoto mayor que el de Valdivia 1960, un meteorito gigante, una guerra nuclear, un colapso económico de proporciones apocalípticas o un virus que haga que muertos vivientes busquen devorar a los vivos), entonces volveremos a chocar con la realidad. Y nos tendremos que organizar como comunidades humanas que deben encontrar sustento y protección en un mundo implacablemente natural, de causas y efectos inevitables ante los cuales las reflexiones filosóficas, los discursos políticos y las disquisiciones intelectuales van a valer poco o nada si no dan cuenta de lo real: hay que encontrar comida para hoy, la noche nos puede matar de hipotermia, hay animales más fuertes y veloces que nosotros acechando en las sombras, nuestros bebés deben sobrevivir para asegurar una próxima generación, etc. En ese momento, las comunidades que aprendan a ser protectoras, solidarias y colaborativas, sin dejar de ser astutas, agresivas y competitivas en lo necesario, sobrevivirán y se desarrollarán.

En dicho contexto, las comunidades que sepan respetar la dignidad de sus mujeres, madres, abuelas, amigas, esposas e hijas, protegiéndolas de la violencia y de los peligros a su integridad física y psicológica, jamás dejándolas a merced de la objetificación masculina y, al mismo tiempo, valorando las habilidades de todas, especialmente de las que cuentan con habilidades para liderar, nutrir, enseñar, guiar y organizar a la comunidad, podrán sobrevivir y salir adelante. Siempre y cuando, del mismo modo, estas comunidades sepan también valorar la capacidad protectora masculina, las formas propias de liderazgo de los varones con habilidades para ello, así como su fuerza física, su instinto competitivo y su “sana agresividad” (me refiero a la que es racionalmente controlada y orientada hacia aspectos útiles para la comunidad).

Ante un escenario como ese, me parece evidente que estas comunidades necesitarán fe, y no poca, en un Dios Soberano, Santo, Justo, Misericordioso y Compasivo para enfrentar el día a día, para vivir el luto y el dolor de la pérdida, para agradecer cuando el embarazo haya llegado a buen término, la cosecha haya sido abundante o la cacería y la pesca hayan tenido buenos resultados. Un Dios que sea más, mucho más, que meros sentimientos e impresiones subjetivas. Un Dios que se revele a través de preceptos claros para que la comunidad pueda tener valores definidos, respetar la vida y dignidad de todos (incluso de los que no creen en este Dios o decidan creer en otra cosa), dar un trato digno al más débil, mostrar compasión al que le cuesta encajar, educar a los pequeños, enseñar a repartir el pan en las temporadas de escasez o abundancia, saber aplicar justicia entendiendo cuándo y cómo castigar a los que amenazan la integridad de la comunidad (violadores, asesinos, ladrones, abusadores, etc.) sin dejar de creer que este mismo Dios puede transformar a alguien ni dejar de acompañar al que necesita cambios.

En fin, cuando todo este escenario post-apocalíptico sea una realidad y nuestras comunidades se vean obligadas a vivir ya no de ideologías propias de sociedades acomodadas, sino de su contacto directo con una realidad implacable, toda la androginia de estos días, todas estas marchas con senos descubiertos, todas estas demandas elitistas por leyes supuestamente igualitarias, todos estos atentados y vandalismos contra templos y símbolos cristianos, todas estas transexualidades aplaudidas como sinónimo de valentía, todas estas vociferaciones según las cuales “libertad” y “autonomía” sobre el propio cuerpo necesariamente implica tener derecho a disponer de la vida de un otro ser humano más pequeño e indefenso aún y todos estos eslóganes de odio contra el cristianismo, la heteronormatividad y lo masculino nos parecerán un mal sueño, un mal chiste, un espejismo irrisorio, un recuerdo vago de un tiempo donde la obesidad infantil y la producción desmesurada de basura se contaban entre las peores amenazas a la humanidad.

No: no digo que no haya demandas justas por detrás. No: no estoy justificando ningún tipo de abuso contra las mujeres o discriminación contra quién sea. No: menos aún me estoy alineando con los fundamentalistas y machistas de siempre que piensan que el lugar de la mujer es pisoteada bajo sus pies y el de los gays es la hoguera o el ostracismo. No estoy diciendo nada de eso. Lo que sí estoy diciendo es que todo este escenario de desentendimiento mutuo, de interpretaciones tendenciosas hacia el que piensa distinto, de prejuicios trasnochados, de campañas de desprestigio en redes sociales, de ira, de rabia, de deseos de muerte, linchamiento, venganza y aniquilación como sinónimo de justicia, sólo pudo haberse producido en una sociedad donde los peores estrés y decepciones consisten en un internet demasiado lento, un profesor que no me pone la nota que creo merecer, un jefe que me saluda de mala gana, un vagón de metro lleno a las 6 de la tarde, no poder comprar un pasaje al destino del mes de Latam porque el cupo de la tarjeta de crédito está copado ó que el Mac Donald’s de la esquina está cerrado una vez más por causa de otra marcha… “sólo que esta vez son niñas encapuchadas con las tetas al aire”.

Y mientras tanto, el fin se acerca…

Jonathan Muñoz

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